miércoles, 1 de abril de 2015

Cárcel de amor. Diego de San Pedro.

 El siguiente tratado fue hecho a petición del señor don Diego Hernandes, Alcaide de los Donceles, y de otros caballeros cortesanos: llámase Cárcel de Amor. Compúsolo San Pedro.
Comienza el prólogo así:
Muy virtuoso señor:
Aunque me falta sufrimiento para callar, no me fallece conocimiento para ver cuánto me estaría mejor preciarme de lo que callase que arrepentirme de lo que dijese. Y puesto que así lo conozca, aunque veo la verdad, sigo la opinión. Y como hago lo peor nunca quedo sin castigo, porque si con rudeza yerro con vergüenza pago. Verdad es que en la obra presente no tengo tanto cargo, pues me puse en ella más por necesidad de obedecer que con voluntad de escribir. Porque de vuestra merced me fue dicho que debía hacer alguna obra del estilo de una oración que envié a la señora doña Marina Manuel, porque le parecía menos malo que el que puse en otro tratado mío. Así que por cumplir su mandamiento pensé hacerla, habiendo por mejor errar en el decir que en el desobedecer, y también acordé enderezarla a vuestra merced porque la favorezca como señor y la enmiende como discreto. Como quiera que primero que me determinase estuve en grandes dudas: vista vuestra discreción temía, mirada vuestra virtud osaba; en lo uno hallaba el miedo, y en lo otro buscaba la seguridad, y en fin escogí lo más dañoso para mi vergüenza y lo más provechoso para lo que debía. Podré ser reprehendido si en lo que ahora escribo tornare a decir algunas razones de las que en otras cosas he dicho. De lo cual suplico a vuestra merced me salve, porque como he hecho otra escritura de la calidad de esta no es de maravillar que la memoria desfallezca. Y si tal se hallare, por cierto más culpa tiene en ello mi olvido que mi querer. Sin duda, señor, considerando esto y otras cosas que en lo que escribo se pueden hallar, yo estaba determinado de cesar ya en el metro y en la prosa, por librar mi rudeza de juicios y mi espíritu de trabajos. Y parece, cuanto más pienso hacerlo, que se me ofrecen más cosas para no poder cumplirlo. Suplico a vuestra merced, antes que condene mi falta juzgue mi voluntad, porque reciba el pago no según mi razón, mas según mi deseo.

Comienza la obra
Después de hecha la guerra del año pasado, viniendo a tener el invierno a mi pobre reposo, pasando una mañana, cuando ya el sol quería esclarecer la tierra, por unos valles hondos y oscuros que se hacen en la Sierra Morena, vi salir a mi encuentro, por entre unos robredales donde mi camino se hacía, un caballero así feroz de presencia como espantoso de vista, cubierto todo de cabello a manera de salvaje. Llevaba en la mano izquierda un escudo de acero muy fuerte, y en la derecha una imagen femenil entallada en una piedra muy clara, la cual era de tan extrema hermosura que me turbaba la vista. Salían de ella diversos rayos de fuego que llevaba encendido el cuerpo de un hombre que el caballero forzadamente llevaba tras sí. El cual
con un lastimado gemido de rato en rato decía: «En mi fe, se sufre todo». Y como emparejó conmigo, díjome con mortal angustia: «Caminante, por Dios te pido que me sigas y me ayudes en tan gran cuita». Yo, que en aquella sazón tenía más causa para temer que razón para responder, puestos los ojos en la extraña visión, estuve quedo, trastornando en el corazón diversas consideraciones: dejar el camino que llevaba parecíame desvarío, no hacer el ruego de aquel que así padecía figurábaseme inhumanidad, en seguirle había peligro, y en dejarle, flaqueza. Con la turbación, no sabía escoger lo mejor. Pero ya que el espanto dejó mi alteración en algún sosiego, vi cuánto era más obligado a la virtud que a la vida, y empachado de mí mismo por la duda en que estuve, seguí la vía de aquel que quiso ayudarse de mí. Y como apresuré mi andar, sin mucha tardanza alcancé a él y al que la fuerza le hacía, y así seguimos todos tres por unas partes no menos trabajosas de andar que solas de placer y de gente. Y como el ruego del forzado fue causa que lo siguiese, para cometer al que lo llevaba faltábame aparejo y para rogarle merecimiento, de manera que me fallecía consejo. Y después que revolví el pensamiento en muchos acuerdos, tomé por el mejor ponerle en alguna plática, porque como él me respondiese, así yo determinase; y con este acuerdo supliquele, con la mayor cortesía que pude, me quisiese decir quién era, a lo cual así me respondió: «Caminante, según mi natural condición, ninguna respuesta quisiera darte, porque mi oficio más es para ejecutar mal que para responder bien. Pero como siempre me crié entre hombres de buena crianza, usaré contigo de la gentileza que aprendí y no de la braveza de mi natural. Tú sabrás, pues lo quieres saber: yo soy principal oficial en la Casa de Amor. Llámanme por nombre Deseo. Con la fortaleza de este escudo defiendo las esperanzas, y con la hermosura de esta imagen causo las aficiones y con ellas quemo las vidas, como puedes ver en este preso que llevo a la Cárcel de Amor, donde con solo morir se espera librar». Cuando estas cosas el atormentador caballero me iba diciendo, subíamos una sierra de tanta altura, que a más andar mi fuerza desfallecía. Y ya que con mucho trabajo llegamos a lo alto de ella, acabó su respuesta. Y como vio que en más pláticas quería ponerle yo, que comenzaba a darle gracias por la merced recibida, súbitamente desapareció de mi presencia. Y como esto pasó a tiempo que la noche venía, ningún tino pude tomar para saber dónde guió. Y como la oscuridad y la poca sabiduría de la tierra me fuesen contrarias, tomé por propio consejo no mudarme de aquel lugar. Allí comencé a maldecir mi ventura, allí desesperaba de toda esperanza, allí esperaba mi perdición, allí en medio de mi tribulación nunca me pesó de lo hecho, porque es mejor perder haciendo virtud que ganar dejándola de hacer. Y así estuve toda la noche en tristes y trabajosas contemplaciones, y cuando ya la lumbre del día descubrió los campos, vi cerca de mí, en lo más alto de la sierra, una torre de altura tan grande que me parecía llegar al cielo. Era hecha por tal artificio que de la extrañeza de ella comencé a maravillarme. Y puesto al pie, aunque el tiempo se me ofrecía más para temer que para notar, miré la novedad de su labor y de su edificio. El cimiento sobre que estaba fundada era una piedra tan fuerte de su condición y tan clara de su natural cual nunca otra tal jamás había visto, sobre la cual estaban afirmados cuatro pilares de un mármol morado muy hermoso de mirar. Eran en tanta manera altos, que me espantaba cómo se podían sostener. Estaba encima de ellos labrada una torre de tres esquinas, la más fuerte que se puede contemplar. Tenía en cada esquina, en lo alto de ella, una imagen de nuestra humana hechura, de metal, pintada cada una de su color: la una de leonado, la otra de negro y la otra de pardillo. Tenía cada una de ellas una cadena en la mano asida con mucha fuerza. Vi más encima de la torre un chapitel sobre el cual estaba un águila que tenía el pico y las alas llenas de claridad de unos rayos de lumbre que por dentro de la torre salían a ella. Oía dos velas que nunca un solo punto dejaban de velar. Yo, que de tales cosas justamente me maravillaba, ni sabía de ellas qué pensase ni de mí qué hiciese. Y estando conmigo en grandes dudas y confusión, vi trabada con los mármoles dichos una escalera que llegaba a la puerta de la torre, la cual tenía la entrada tan oscura que parecía la subida de ella a ningún hombre posible. Pero, ya deliberado, quise antes perderme por subir que salvarme por estar; y forzada mi fortuna, comencé la subida, y a tres pasos de la escalera hallé una puerta de hierro, de lo que me certificó más el tiento de las manos que la lumbre de la vista, según las tinieblas donde estaba. Allegado pues, a la puerta, hallé en ella un portero, al cual pedí licencia para la entrada, y respondiome que lo haría, pero que me convenía dejar las armas primero que entrase; y como le daba las que llevaba según costumbre de caminantes, díjome:
«Amigo, bien parece que la usanza de esta casa sabes poco. Las armas que te pido y te conviene dejar son aquellas con que el corazón se suele defender de tristeza, así como Descanso, Esperanza y Contentamiento, porque con tales condiciones ninguno pudo gozar de la demanda que pides». (...)

(Fuente: Ciudad Seva)

De Diego de San PedroBiblioteca Nacional de España - Biblioteca Nacional de España, Dominio público, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=85081362

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